La última vez que hicimos el amor, me agarró fuerte la nuca y me dijo puta con los ojos. Me gustaba que lo dijera, o más bien que lo pensara, hacía que me sintiera como un pájaro sin ataduras y menos vulnerable a su piel. Como si el apego jamás hubiera existido y se tratara simplemente de carne, en todas sus letras. Así que lo miré fijamente para disminuirlo !Cómo gozaba hacerlo dudar de lo que sentía! y lo lograba, pues a pesar de que creía que varios habían pasado por mis piernas, no dejaba de amar cada centímetro de mi cuerpo.
Él sabía que no habría otra como yo, y que su crueldad se dispersaba apenas me acercaba y tocaba sus manos, su pelo, o lo que fuera. No me creía la mejor jugada de sus cartas, ni el último suspiro que viviría en su corta vida, por el contrario, estaba lejos de ser la mujer perfecta. Lo hacía pasar vergüenzas en la vía pública y me enamoraba de cada persona que me prestaba atención. Y parece que con el tiempo lo aceptó y prefirió dejarme ir. Lo encontré razonable, no me gustaba sentir esa presión de justificar mis conductas. Y el chico no lloró, mas todas las noches buscó mi calor en el lecho de falsas mujerzuelas.
No lo volví a ver. Con el pasar de los años supe que me había llevado una gran parte de su alma, que extrañaba mi inestabilidad emocional y poca preocupación. A la fecha que me enteré de eso, ya me estaba volviendo una mujer aburrida, estable, con rutina prolongada y muy atenta a lo que pasaba en mi alrededor. No podía estar con él ni con nadie, y si lo pienso ¡qué más da! le advertí que no se acostumbrara a mí. Ni a mis besos, ni a mi olor, ni a mi risa, ni a cómo lo miraba o dejaba de mirar, ni a mi rabia, ni a mi dramatismo, ni a todo lo que me constituía. Le dije que algún día me iba a marchar y que echaría de menos esas cosas si estaba acostumbrado.
m.