Y desafortunadamente amaneció. Andrea no quería huír, sin embargo, no tenía otra alternativa pues no era falaz, y tenía claro que no era una princesa de cuentos de hadas ni mucho menos estaba cerca de perder zapatos en los pasillos. Entonces comenzó a correr, y corrió y corrió hasta llegar a su albergue. Se paró frente a la ventana (si es que a ese cuadrado de 2x2 todo oxidado se le podía llamar ventana), y con un rostro taciturno se dedicó a contar cada gota que caía en el precario vidrio. Nadie la iba a salvar, nadie la iba a tocar y nadie a estar alerta a sus gritos desesperados. Se iba a quedar ahí, en esa pieza, mirando el amanecer y dándose cuenta de que todos los días de lluvia eran tristes.
m.
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